
Séptima entrega
En mi generación, que recibió muy temprano los libros que planteaban la teoría de la dependencia, el inglés era la lengua del imperio, como el francés, la de la oligarquía letrada y liberal representada por la revista Sur. Por supuesto que muchos leían en esas lenguas pero no para cruzar la suya, sino como instrumentos para la anexión de textos rectores de las nuevas ideologías. Las lenguas dominantes eran usadas como esclavas para la transmisión del nuevo marxismo, del Foucault primero, del Lacan rescatado del magisterio oral por la presión generosa de François Wahl. Me formé como autodidacta, como tantos otros escritores de la generación del setenta, en las excelentes traducciones de Anagrama y Siglo XXI, que iban de Lacan a Juliet Mitchell. Se me dirá que en realidad leí a Tomás Segovia y a Horacio González Trejo. Conocí a Djuna Barnes, una marca indeleble para mí, a través de la versión de Enrique Pezzoni que tenía la apariencia de un original en castellano. José Bianco me pasó a Violette Leduc y a Roland Barthes. Integré salteados grupos de estudio en los que siempre había alguien que conocía el idioma original del libro que leíamos en traducción, otro que cotejaba. Al principio, he leído en una lengua extranjera pasada al castellano, y si no escribo “jamelgo” o “mozalbete” es porque he leído esas traducciones “finas” hechas por Bianco o Pezzoni.
*María Moreno, “¿Balón o pelota?”, en Subrayados. Leer hasta que la muerte nos separe. Buenos Aires: Mardulce, 2013.
Fotografía: Beatriz Morales Delgado
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